«Por eso hablo de un espacio liminar: porque se trata, en la mayoría de los casos, de tramas y arreglos temporales y frágiles, intentos, muchas veces fallidos, de sostener sosteniéndose con otras. Tramas que, no obstante, permiten vislumbrar una potencia: algo que podría ser. Y que cuando temporalmente es, nos permite saborear el poderío de los saberes de cuerpo y vínculo: todo lo que podríamos regalarnos, unas a otras, toda la riqueza que está en nuestras manos». Marta Malo

Obra cabecera: Imagen correspondiente a la muestra Dentro de mim 2018 sobre la obra fotográfica de Helena Almeida (1934-2018, Lisboa) en galería Helga de Alvear.

Continúo la entrevista (parte 2) con Marta Malo. Cuerpo gestante y sostenedor que se erige como un faro entre las nieblas y estrecheces que todas atravesamos durante la crianza.

Activista, investigadora militante, traductora, diosa vikinga pagana y gran hacedora de políticas personales que trascienden a lo público sobre cuidados, organizaciones no-normativas de crianza y sobre todo aquello que nos es común a todos los cuerpos para mantener unas condiciones dignas de estar, vivir y disfrutar de las potencialidades de sostener a otros cuerpos necesitados de esos cuidados para avanzar hacia una mejor versión de nosotras mismas.

Luisa- ¿Puedes ahondar un poco más en “ese espacio liminar de (im)posibilidad donde nos situamos tantas madres”?, ¿cómo explicarías ese espacio de ambivalencia entre la imposibilidad y la posibilidad?

Marta- Sí. Digo que gestar y sostener desde la emancipación es imposible porque, salvo para un número muy reducido de mujeres que crían en condiciones materiales muy privilegiadas, hoy, gestar y sostener son actividades que se siguen desarrollando en condiciones pésimas: en soledad, sin límite de horas, haciendo difíciles encajes con las jornadas laborales y apoyos familiares (o de otro tipo) cada vez más escasos, o bien subordinándose y dependiendo de quien sea que traiga el dinero al hogar. A la vez, siguen siendo tareas muy idealizadas, sometidas a mucha exigencia y control social, con toda la carga de estrés y ansiedad que ello supone.

Pero esta imposibilidad no queda, como sucedía antes, recogida, encerrada y contenida en la institución del hogar, sino que lleva a desbordes que exigen cierta inventiva como pura estrategia de supervivencia. Podemos, porque o podemos o desfallecemos: nosotras y nuestras criaturas. Es ahí, en ese punto, donde la imposibilidad puede abrir a otra cosa: a una potencia de creación de nuevas tramas de vínculos: no desde la instrumentalidad empresarial a la que nos invita el neoliberalismo, sino desde el cuidado que se hace cargo de la interdependencia humana, porque la palpa cada día.

Sería ingenuo decir que el campo está lleno de flores: que estas tramas proliferan por doquier y que son sólidas. No en el llamado primer mundo, que en esto de los tejidos comunitarios está particularmente empobrecido, y donde más que tela tupida vemos débiles hilillos aquí y allá. Por eso hablo de un espacio liminar: porque se trata, en la mayoría de los casos, de tramas y arreglos temporales y frágiles, intentos, muchas veces fallidos, de sostener sosteniéndose con otras. Tramas que, no obstante, permiten vislumbrar una potencia: algo que podría ser. Y que cuando temporalmente es, nos permite saborear el poderío de los saberes de cuerpo y vínculo: todo lo que podríamos regalarnos, unas a otras, toda la riqueza que está en nuestras manos.

Luisa- Sobre la preguntas que abres «¿qué tipo de maternidad tenemos?», ¿sientes que estamos en una transición generacional que intenta articular otros ejes de coordenadas de lo que significa gestar y sostener?, ¿una transformación que reconozca la riqueza inmensurable que es la gestación y cuidado de las criaturas y que todo ello tenga una traslación retributiva, unas prestaciones por hijo a cargo, ayudas a la crianza colectiva respetuosa, asistencia doméstica gratuita, permisos más extensos, etc?, ¿pero para lograr esta transición paradigmática debemos transitar todo el cambio en las lógicas que vertebran lo que significa ser un cuerpos sostenedor y desmontar en cada gesto diario las lógicas de autocensura, devoción, sacrificio para que sostener no sea sinónimo de refuerzo de los roles de género?, ¿podemos ser sostenedores emancipados?

Marta- En el rincón del mundo en el que tú y yo vivimos, sur de Europa, más que en una transición, diría que estamos en una encrucijada. La gestación y la crianza se ven afectadas por la crisis general de cuidados, donde las tareas de sostén de la vida en sus momentos de mayor fragilidad (infancia, vejez, enfermedad…) ya no están garantizadas. Hay fuerzas conservadoras pujando fuerte para resolver la crisis con un retorno de la mujer al hogar, aunque ya no haya allí esperando un marido para toda la vida que vaya a traer un sueldo que mantenga a la familia al completo. El mercado, por su parte, ofrece soluciones a la medida de muchos bolsillos, apoyándose en las espaldas de mujeres (y algunos hombres) venidas del Sur del mundo, a los que las leyes migratorias mantienen cautivas. Las dotaciones públicas se masifican y precarizan y las familias extensas la mayoría de las veces están desperdigadas por la ancha geografía.

En este contexto convulso y de desmoronamiento de lo que fue, se nos propone (en los periódicos, en los anuncios, en los libros best-seller, en las entrevistas de las celebrities) dos paradigmas maternos antitéticos: la wonder mother, que es madre sin que se note y combina su carrera altamente “productiva” con la educación de hijos de alto rendimiento; y, en el otro extremo, la madre “con apego”, de cuya entrega, devoción y amor infinito depende la salud mental de los adultos futuros. Dos paradigmas maternos antitéticos, pero en verdad idénticos en lo que tienen de opresivo, como ideal tan edulcorado como inalcalzable para las madres de carne y hueso.

Estos paradigmas tienen su reflejo desplazado en un debate dentro del feminismo muy polarizado: de un lado, autoras como Badinter y Donath, que hablan de la maternidad como esclavitud de la que las mujeres deben liberarse, llevando al paroxismo ideológico esa parte del rechazo del hogar de los ’70 que depositó todas las expectativas emancipatorias en la carrera profesional dentro de un mundo capitalista; de otro lado, pensadoras como Patricia Merino, que reclaman a las madres como “sujeto político”, reificando la díada madre-hijo y separando de un modo para mi gusto poco oportuno la cuestión de la maternidad del meollo más ancho de los cuidados.

Acá abajo, las madres de carne y hueso que nos reconocemos en el feminismo, nos rebelamos frente a los paradigmas que simplifican la experiencia materna y, en el terreno convulso que hemos heredado, buscamos una voz propia. Nunca antes se habían publicado tantos textos sobre maternidad en primera persona de madres en diálogo con el feminismo: probablemente las redes sociales y los nuevos medios on-line han sido grandes disparadores de esta toma de palabra en múltiples registros. Se trata, en su mayoría, de textos que se interrogan, pelean y buscan.

Desde mi perspectiva, las mejores aliadas en esta búsqueda son, por un lado, aquellas autoras que nos permiten mirar de frente el nudo materno en su ambivalencia: ese ser-con-otro de la maternidad es radicalmente antagónico a la subjetividad hiperindividualizada del neoliberalismo; nos pone en contacto con el límite (del yo y de lo humano) de modos terriblemente desestabilizadores, pero también nutricios; no hay moral ni deber-ser que pueda guiarnos en ese borde que nos desborda, ni nadie sabe (tal vez ni una misma) los recursos que vamos a poder (o no) movilizar para la tarea. Cólera y ternura, como escribe Adrienne Rich, agonía y éxtasis, como apunta Jacqueline Rose, se entrelazan de modo indiscernible en la vivencia de la maternidad.

Aliadas también imprescindibles para resistir a la tentación privatizadora por la que “mi familia” es la única que importa (y que tantas obsesiones securitarias desata) son aquellas autoras que no recortan UNA experiencia materna de tantas otras (en otros segmentos sociales, otras circunstancias, con otras condiciones materiales), que no la aíslan de otros cuerpos que están también criando y educando (si la invisibilidad de la madre es enorme, no digamos ya la de las cuidadoras contratadas, o de las educadoras o de las maestras…), y que tampoco la separan de la experiencia más ancha de los cuidados; autoras que, por el contrario, hacen de la vivencia materna puerta de entrada (una entre muchas) hacia una posible ecología de los cuidados cuyas condiciones materiales están por pelear en un mundo tremendamente violento del que es imposible salvarse por completo.

En ambos sentidos (mirar de frente los clarooscuros, no aislar lo materno, sino hacer de ello pasaje), Jacqueline Rose, en su libro Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor, me parece una maestra. “¿Qué pasaría –se pregunta– si en vez de pedirles a las madres que deshagan los entuertos de la historia y los males del corazón, y castigarlas luego por no ser capaces de hacerlo, prestáramos atención a lo que tienen que decirnos sobre ambas cosas?”. Y creo que da una clave sobre la última parte de tu pregunta (cómo romper las lógicas de autocensura, devoción, sacrificio) cuando escribe: “Nos hace falta una versión de las madres en la que el placer tan intenso de serlo no pase por negar [todos sus desbordes, infiernos y fracasos], [que estos no sean] ni un secreto culpable, ni nada que se apropien, envidiosos, los matones –“¡Que seas feliz, te digo!”–. Más bien al contrario, que sea una experiencia que merezca de verdad la pena y siga siendo precisa y tranquilamente eso: la experiencia de ser madre”.

Luisa- ¿En esta transformación podríamos visibilizar estrategias para no tener que entrar en la “huida del cuidado” donde las criaturas parecen problemas en lugar de encarar estos procesos de aprendizaje mutuo desde cuerpos sostenedores emancipados?

Marta- Este mundo nos invita a “tener hijos”, no a sostenerlos. Esa es la paradoja. La ley del padre, transmitir sangre, genes, apellidos, pero no cuidar de la vida para que sea posible (en el debate sobre los vientres de alquiler, en el lado de los defensores, hay mucho de este deseo de titularidad y sanguineidad y muy poco de deseo de dedicar las horas y los días al cuidado y al sostén en primera persona).

Sin embargo, la “huida del cuidado” no debe entenderse en términos morales, sino como respuesta automática a un mundo que presiona en este sentido, porque, todavía hoy, considera el cuidado tarea “privada”, “improductiva”, etc., y coloca a quienes cuidan en posiciones de dependencia y subordinación. Por eso, no seré yo quien juzgue a la madre que escapa, sino a la sociedad que se limita a condenarla y no se pregunta del por qué de esa huida.

Hacer del cuidado oportunidad de aprendizaje con otro, celebrar la infancia como vida nueva abriéndose paso, es algo arduo de sostener como decisión individual: requiere de tramas colectivas, tiempos, recursos. Nos las inventamos, todo el rato, para conquistar la alegría mientras criamos: en grupos de crianza, redes de apoyo y proximidad, ayudas o reducciones de jornadas o chambas que nos permiten trabajar algo menos o de forma más flexible, comunidades de vecinas, AMPAs…

Debemos, también, pelearlas, para no morir en el intento: necesitamos bajas por cuidado (no solo de maternidad o paternidad) y salarios de cuidado (¿o es que la tarea más importante del mundo es la única que no percibe ningún dinero?), centros de día intergeneracionales, comedores y lavanderías compartidas, huertos comunitarios con financiación pública, centros educativos públicos construidos como comunidades de aprendizaje… y trabajar menos para alimentar el capital, mucho menos, todos y todas, para tener tiempo autodeterminado que regalarnos unos a otros.

Debemos, además, de modo urgente, desgenerizar todo esto, porque ya no puede ser un asunto exclusivo de mujeres: el hecho de que haya cuerpos que gesten, paran y lacten y otros que no, no impide a los que no lo hacen implicarse en muchas de las mil facetas que supone el sostén de la vida –el aprendizaje que dan las prácticas del cuidado necesitamos incorporarlo todos, los vínculos que crean también. Esto forma parte de las contrapedagogías de la crueldad, al decir de Rita Segato, que tanto necesitamos.

Luisa- ¿Cómo puede ser que el trabajo materno sea un asunto privado cuando el capital que generamos -gestando y sosteniendo- es la base de todo el sistema productivo?

Marta- Mantenerlo como un asunto “privado” (entre muchas comillas, porque se ve sometido a una vigilancia pública permanente: hay que ser madre de determinada manera, para generar hijos aptos para el mercado) permite mantener su invisibilidad y que siga sin tener ni reconocimiento simbólico, ni protección institucional, ni garantía económica. Si el capitalismo tuviera que pagar, reconocer y proteger todo el trabajo realizado en los hogares que le permite disponer de mano de obra a mansalva, sus beneficios se reducirían drásticamente. Si las madres pudieran gestar y sostener de modo comunitario, repartiendo tareas y responsabilidades con tantos otros, sin llevarse a sí mismas permanentemente al límite de sus fuerzas, pudiendo transmitir más saberes de vida y menos neurosis, su prole tendría otros poderes y, quién sabe, tal vez superpoderes de resistencia.

Por eso, hacer de las maternidades en concreto y de los cuidados en general asunto público, no en su versión edulcorada, sino en toda su hondura, poniendo en el centro la voz no solo de las madres, sino de la entera trama de cuerpos (en su mayoría todavía hoy femeninos) que sostienen las vidas, es un acto terriblemente subversivo.

Luisa- Gracias, Marta. Siempre es una potencia el lugar que nos abres con tu reflexión.