“El principal problema es que la arquitectura occidental diseña desde un cuerpo que históricamente no ha cuidado, y que ha tenido fácil acceso al cuidado si lo ha necesitado. Es notoria la ausencia de arquitectos, en masculino, con diversidades funcionales o dependencias físicas (…) Las propias escalas con las que se ha trabajado desde esa visión falocentrista del espacio están hechas para generar sentimientos de asombro; la búsqueda decimonónica de lo sublime no es sino una forma de ejercer poder sobre las personas usuarias de un espacio” -Paloma Mateo Villanova.

Obra cabecera: Wagnis 3 (2010) es un cohousing compuesto por 99 viviendas proyectado para facilitar la vida comunitaria, centralizando el cuidado mutuo y la co-habitabilidad.

Converso con la pensadora, Paloma Mateo Villanova, arquitecta especializada en articulación de espacios a través de la ideología feminista. Ha colaborado con la plataforma de investigación-acción Hipnopèdia Urbana y Fundación Un Techo Para Chile. Co-fundadora de la colectiva chilena Ciudad de Trapo dedicada a investigar sobre la Producción Social de Hábitat defendiendo la ciudad como el soporte físico de las personas y cómo sus formas determinan cómo vivimos.

Mateo aborda las posibilidades de la ética del cuidado en el ámbito arquitectónico frente a modelos de familia ya obsoletos por su rigideces y por no posibilitar la co-habitabilidad, apostando por una práctica que articule corazones comunitarios donde los cuerpos que cuidan y los que necesitan ser cuidados (es decir, todes) cocinen, coman, hablen y descansen en conjunto, permitiendo así las redes de apoyo cotidiano. Dejando en abierto la pregunta: ¿cómo sería la arquitectura de una sociedad postcapitalista que se basase en el cuidado personal e interpersonal?

Luisa- Paloma, ¿puedes contarnos sobre tu proyecto de comuna feminista «Tejiendo cuidado. Fomentar comunidad en Ciutat Vella»?

Paloma- La comuna feminista es un chiste interno que suelo utilizar para referirme a mi Trabajo Final de Máster, que hice en el 2018 en la Escuela de Arquitectura de València. Lo bauticé así en privado desde el cariño que había en él, consciente de la sutil provocación que existe al juntar dos términos como comuna y feminismo, que despiertan alarmas inquisidoras en una Escuela con profesorado vetusto y asignaturas falocentristas.

Los últimos años de carrera me metí de lleno en la perspectiva de género dentro del ámbito arquitectónico, imbuyéndome de las prácticas y las teorizaciones que se han generado desde los años 70. El año anterior había cerrado el grado de Arquitectura con una investigación sobre el trabajo de la arquitecta estadounidense Dolores Hayden, evidenciando que sus denuncias sobre la ciudad sexista de los años 80 seguían siendo totalmente válidas en las herramientas urbanísticas actuales, teniendo en cuenta la diferencia entre el tejido urbano norteamericano y el mediterráneo. Al final de este trabajo conseguí elaborar un listado de inquietudes, de sensibilidades desde las cuales repensar las metodologías y herramientas de diseño del hábitat más público – desestructurando, obviamente, la categoría de público desde la mirada feminista – para permitir lugares de cuidado; siguiendo la ética del cuidado descrita por la politóloga Joan Tronto como un posicionamiento frente a la ciudad capitalista y patriarcal.

Tras esto, cuando unos meses después me vi ante un nuevo trabajo académico, decidí seguir investigando las posibilidades de la ética del cuidado en el ámbito arquitectónico, teniendo en cuenta que el resultado debía ser un producto, un edificio que hablase de la manera de habitar presente en dicha ética. La comuna feminista partió inicialmente con una pregunta: ¿cómo sería la arquitectura de una sociedad postcapitalista que se basase en el cuidado personal e interpersonal? El hecho de permanecer dentro de un marco académico me permitía teorizar y experimentar; no buscaba una respuesta, sino subpreguntas que me ayudasen a deconstruir mi conocimiento arquitectónico y a imaginar nuevos espacios alejados de la carga simbólica tradicionalista.

Así, poniendo el foco en una sociedad cuidadora, se iba esbozando un programa base para todas las personas que habitasen el proyecto: espacios de encuentro, espacios de cocina y comedores comunes, de aseo personal y de gestiones de limpieza… Lo que en arquitectura se divide comúnmente en ocio y trabajo doméstico, se encontraba fluctuante en grandes áreas comunes para el vecindario. De esta manera, independientemente de las composiciones familiares privadas que se diesen en las viviendas, todas las personas contarían con cuidados vecinales garantizados: la arquitectura permitía la colectivización del trabajo doméstico, y por consiguiente, lo doméstico se volvía común. Visibilizar y valorar eran las acciones clave, generando un corazón comunitario donde las personas cocinasen, comiesen, hablasen y descansasen en conjunto, permitiendo así las redes de apoyo cotidiano. Además, la idea era extender estos cuidados no sólo a las personas que viviesen en el proyecto sino a todo el vecindario más inmediato del tejido urbano preexistente, por lo que el programa no sólo hablaba de gestiones cotidianas sino de espacios de cultura y desarrollo personal: talleres, espacios de trabajo, espacios para asambleas vecinales y gestiones de la comunidad, gimnasio, etc.

Con una socialización tan potente me parecía de suma relevancia reservar a la vez espacios íntimos para cada unidad, para cada vivienda per se, a la vez que resignificaba el propio espacio de vivienda: la casa, tras extraer de ella el ocio comunitario y las gestiones cotidianas, se convertía en un espacio íntimo y personal que cada persona configuraba según sus necesidades de cuidado y no-exposición. La dicotomía entre exponerse a lo común o guarecerse de él es bien sensible, se puede entender como una fina línea entre lo público y lo privado, y ha sido dibujada en cada sociedad por construcciones de carácter social y económico. Así, la forma de entender la privacidad del hogar varía según el contexto que estudiemos: para los sistemas capitalistas occidentales la división se da por un tema de propiedad, mientras que para las propuestas soviéticas del siglo XX, ejemplificadas en la comuna de Narkomfin, el reducto de vivienda era para el descanso del núcleo productivo mientras el resto de ocio se daba con el resto de los obreros. Para mí la línea se trazaba de diferente manera, se trazaba una y otra vez como capas de una cebolla: la esfera más pública pertenecería a la ciudad, y la arquitectura iría haciendo más microesferas, mediante terrazas, patios, comedores, salones, siendo todas estas continentes del cuidado colectivizado, y por último, se llegaría al espacio personal – vivienda – que cada persona configuraría y construiría según sus necesidades (si cohabitaba, si necesitaba aseo privado por necesidades, si tenía personalidad más extrovertida o no, etc).

Con esta narrativa, hago hincapié en que el proyecto fue más una investigación de nuevas conceptualizaciones espaciales que una búsqueda de resultados arquitectónicos. El resultado, casi utópico como se tildó en el tribunal, se asentó en un barrio antiguo de València, Velluters, y resultó una especie de virus con capacidad de transformación de un tejido medieval hacia una arquitectura que permitiese habitar esta sociedad cuidadora. Recuerdo encontrar el nombre del proyecto con mucha facilidad: “Tejiendo cuidado”, porque al final se trataba de imaginar cómo las actividades de cuidado ayudarían a reconfigurar las ciudades actuales y a transformar la idea de vivienda, a la vez que podrían perfectamente convivir con fórmulas más tradicionales de hábitat, siendo ejemplo del cambio pero sin negar el diálogo.

Luisa- ¿Podrías ampliar/ahondar en la ética del cuidado que comentas de Joan Tronto como un posicionamiento frente a la ciudad capitalista y patriarcal?

Paloma- El trabajo de Tronto reivindica la ética del cuidado, término acuñado por Carol Gilligan en su ensayo In a Different Voice, una ética que defiende el valor de las relaciones interpersonales en una sociedad, creando lazos de compromiso y responsabilidad más allá del núcleo familiar. En palabras de la politóloga, la ética del cuidado propuesta es una aproximación a una vida personal, social, moral y política que empieza por la realidad de que todos los seres humanos necesitan y reciben cuidados, y dan cuidados a los demás. Las personas somos dependientes unas de otras, por lo que reconocer este vínculo y fomentarlo a nivel de comunidad es una estrategia para conseguir fortalecernos a todas las personas componentes de dicha sociedad. Frente a la ética moralista filosófica, asentada sobre cuestiones abstractas, se propone una ética más humana en el sentido de la necesidad que todas las personas tienen de cuidados, reducida históricamente a la esfera privada pero que debería establecerse como moralidad pública. Frente a una ética establecida por y para el espacio público, dominado por hombres, se sugiere una ética interpersonal que vaya más allá del espacio doméstico.

Es aquí donde la ética se puede tornar un posicionamiento activo en la sociedad, una forma de entender la vida cotidiana: las acciones que suponen habitar, y, por tanto, el hábitat físico que las envuelve. Nuestras ciudades fueron pensadas – y siguen siéndolo – desde una lógica androcéntrica; la arquitecta Zaida Muxí hace especial hincapié en las estrategias que desvelan las estructuras patriarcales en la forma de hacer la ciudad capitalista: desde la segregación funcional de la ciudad dando protagonismo a las actividades productivas y de ocio consumista, con herramientas de diseño puramente masculinas que obvian los habitares del resto de subjetividades, hasta el diseño actual de las viviendas respondiendo a modelos familiares ya obsoletos por su rigidez frente a otras formas de co-habitar. Toda estrategia arquitectónica tradicional divide espacialmente los trabajos productivos y reproductivos, poniendo en un pedestal los primeros, que casualmente son el espacio de reconocimiento y han sido propiedad del género masculino; y relegando a los segundos a una no-visibilidad, a la cola de prioridades en diseño e investigación, siendo habitado históricamente por las mujeres debido a la construcción social sobre los trabajos domésticos, de crianza y cuidados.

Si entendemos la sociedad a través de la ética de cuidado, y situamos las relaciones interpersonales de apoyo y las gestiones cotidianas como la base de nuestra cotidianidad, obviamente encontraremos las herramientas arquitectónicas obsoletas. Necesitamos por tanto comenzar a pensar una ciudad no capitalista, generar nuevas herramientas tanto para levantar conocimiento situado como para pensar en diseños espaciales que acojan las nuevas formas de comunidad, que permitan que el cuidado colectivizado tenga marco arquitectónico. Así, desde la ética del cuidado, los espacios dedicados a la domesticidad de las viviendas, tales como las cocinas, los espacios de limpieza, zonas de juego infantiles, zonas de descanso de personas mayores, etc; se pueden convertir en espacios comunes donde la comunidad signifique un apoyo real. Existen múltiples ejemplos, desde sociedades mucho más abiertas a crianzas colaborativas como lo son en general las latinoamericanas, a prácticas arquitectónicas que experimentan con esa línea entre lo privado y lo común en un vecindario, como las viviendas promovidas por Nina West en Londres en los años 80 para familias monomarentales, o la investigación que realiza actualmente Anna Puigjaner sobre la deconstrucción de la cocina, sobre la posibilidad de vivir sin ella (Kitchenless City).

Incluir la ética del cuidado en el diseño de viviendas y de ciudades, de nuestros hábitats, tiene un potencial increíble como generadora de comunidad. Cada propuesta arquitectónica que ponga en valor la tarea del cuidado adquirirá un doble significado como agente de cambio que irá disminuyendo el escepticismo en el imaginario colectivo: por una parte, permitirá espacios del cuidado, marcos físicos donde las personas podamos tejer el sentimiento de comunidad y visibilizar la tarea doméstica a la sociedad actualmente enajenada; mientras que por otro lado, por su mera existencia será ejemplo valioso para nuevos proyectos, será un referente hasta ahora inexistente en el campo profesional de la arquitectura.

Luisa- ¿Consideras que la verticalidad actual de la arquitectura contemporánea falocéntrica genera mucha violencia sobre los cuerpos que cuidan y los cuerpos que necesitan ser cuidados al eliminar la escala de lo humano?

Paloma- Desde luego. El principal problema es que la arquitectura occidental diseña desde un cuerpo que históricamente no ha cuidado, y que ha tenido fácil acceso al cuidado si lo ha necesitado. Es notoria la ausencia de arquitectos, en masculino, con diversidades funcionales o dependencias físicas, que haya ejercido con reconocimiento en el campo profesional – más ausente aún sería la arquitecta, en femenino-. Las propias escalas con las que se ha trabajado desde esa visión falocentrista del espacio están hechas para generar sentimientos de asombro; la búsqueda decimonónica de lo sublime no es sino una forma de ejercer poder sobre las personas usuarias de un espacio, y esa búsqueda no ha cambiado en nuestro contexto actual. Si nos acercamos más hacia la fotografía habitacional que englobe el mobiliario, vemos como desde las vanguardias del siglo pasado, la arquitectura más elitista ha ido generando líneas de diseño totalmente incompatibles con el cuerpo humano, diseños incompatibles con las actividades de reposo de cuerpos que precisan cuidados o que los dan, cuerpos que existen.

El zoom al detalle nos habla de esta violencia corporal que ejerce la arquitectura falocéntrica en Occidente: transporte público con pocos asientos, aceras a cotas diferentes del pavimento, que un carrito de bebé o una silla de ruedas tiene dificultades para subir, pasos de peatones con tiempos mínimos para que personas con movilidad reducida puedan sentirse seguras al cruzar, falta de bancos o espacios de descanso en el barrio, la ausencia de sombra vegetal y de iluminación nocturna para protegerse del sol y no sentirse expuesta a violencias en la noche, ropa colgada en las fachadas porque un arquitecto –hombre de clase media seguramente- no pensó que hace falta espacio en la vivienda para el ciclo de la limpieza, portales estrechos en los que el vecindario no puede pararse a interactuar, cocinas de dimensiones irrisorias aisladas del resto de la casa, etc. Todos los detalles, nos hablan de como la forma de ejercer arquitectura supone una violencia cotidiana contra los cuerpos, especialmente contra aquellos que necesitan cuidados o que los están dando en situaciones de vulnerabilidad.

No obstante, como estrategia frente a esta violencia, me gustaría mencionar el trabajo de las arquitectas españolas Parra-Müller, que con el lema “el parto es nuestro, la arquitectura también”, ejemplifican cómo se han de pensar los espacios, para que sean funcionales y cuidadores a su vez. Las arquitectas tratan de diseñar las habitaciones de parto de los hospitales con criterios situados en sus propias experiencias vitales y en las de otras mujeres: las distancias entre objetos, las curvas redondeadas de los mismos, la disposición de los baños, la presencia de cortinas para tener cierta intimidad… Son uno de los muchos ejemplos que hemos de conocer y visibilizar porque representan esta nueva forma de hacer hábitat que venimos hablando, una lucha contra las violencias del patriarcado, que consigue cuidar a la mujer en uno de los momentos más importantes y sensibles de sus vidas.

Luisa- Muchas gracias, Paloma.

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