«¿Cómo puede ser que en sociedades absolutamente monetizadas como son las nuestras, no haya dinero para sostener a las madres en esa tarea fundamental y gigantesca que la sociedad les encomienda (o solo lo haya en la medida en que construyan relaciones amorosas con otra persona, o que se lo peleen al padre biológico en los tribunales)?» Marta Malo
Obra cabecera: Nest (1979) de Birgit Jürgenssen
Converso con un cuerpo gestante y sostenedor que se erige como un faro entre las nieblas y estrecheces que todas atravesamos durante la crianza: Marta Malo.
Activista, investigadora militante, traductora, diosa vikinga pagana y gran hacedora de políticas personales que trascienden a lo público sobre cuidados, organizaciones no-normativas de crianza y sobre todo aquello que nos es común a todos los cuerpos para mantener unas condiciones dignas de estar, vivir y disfrutar de las potencialidades de sostener a otros cuerpos necesitados de esos cuidados para avanzar hacia una mejor versión de nosotras mismas.
Luisa- ¿Podríamos desmantelar la lógica del trabajo materno como corpomaldición o como proceso de alineamiento o como carga irreversible frente la posibilidad de articular nuevas reatribuciones donde dar la teta no sea sinónimo de poner lavadoras o sostener no sea sinónimo de encierro en el espacio privado unido a una redistribución social no-externalizada, no-privatizada, no-negadora de los derechos de las criaturas en la primera infancia de todas las actividades que configuran el trabajo materno como potencialidades para la transformación de las condiciones de vida?, ¿podríamos re-asignar la crianza como territorio para la generación de verdaderas condiciones de igualdad y justicia como espacio de aprendizaje revolucionario desde el origen de la vida sin que ello suponga reforzar el constructo cuerpo-comunidad-femenino o reforzar los roles de género o contribuir a la mitologización de la feminidad?, ¿podríamos gestar y sostener desde la emancipación asumiendo tales actividades?
Marta– ¡Tamaña pregunta, Luisa! Inmensa porque engloba toda la inmensidad de la paradoja materna, en su complejidad. Inmensa porque sobrecoge pensarla.
Me sale contestar con una paradoja: podríamos y no. Lo estamos haciendo y a la vez es imposible: en ese espacio liminar de (im)posibilidad nos situamos tantas madres.
Muchas de nosotras somos hijas del rechazo al trabajo materno. Lo somos generacionalmente: las feministas de la generación anterior en este país lucharon por salir del hogar en el que se sentían encerradas y reducir masivamente el trabajo de cuidados que se les asignaba como mujeres, negándose a tener “tantas criaturas como mandase Dios”, exigiendo corresponsabilidad a sus compañeros, peleando por el derecho a la anticoncepción, el aborto y el divorcio, por la despenalización del adulterio e hiriendo de muerte a la institución matrimonial… Gracias a ellas nuestras vidas no están encerradas en un destino único. Algunas de nosotras somos hijas del rechazo al trabajo materno de modo también muy concreto: nuestras madres llevaron a la práctica aquel lema de “mamá ha salido” y nos criaron tirando de amigas, hermanas, abuelas, vecinas (la que pudo, también, pagó horas de crianza a una mujer con más necesidad económica que ella misma).
Por eso, porque mamamos como niñas las estrategias que ellas fueron capaces de inventar, no nos encaja del todo eso de la emancipación femenina por la vía del trabajo asalariado: las vimos, a nuestras madres, exhaustas, ausentes, con un nivel de sobrecarga y sobreexigencia inmenso… El encierro es infernal, sin duda, pero las dobles jornadas de una madre que trabaja asalariadamente (triples si tiene la “loca” pretensión de implicarse en los asuntos públicos) no tienen nada de paradisíaco. Algo, también, se perdió por el camino de la propuesta laborista: saberes de cuerpo, saberes del cuidado de la vida, mundos que se transmiten dándose tiempo, unas a otras… Nada de juicio en esto: ellas se asfixiaban en los muros del encierro femenino, como nos hubiéramos asfixiado nosotras, se la jugaron para abrir un camino lleno de paradojas y nos pasaron el testigo. ¿Y ahora?
Ahora nosotras, hijas de aquellas feministas que nos educaron (con acierto) para no depender nunca económicamente de un hombre, ¿qué tipo de maternidad tenemos? Y, volviendo a la pregunta que lanzabas, Luisa, ¿exploramos en nuestras maternidades, tantas veces tardías, otros modos: más libres, menos abnegados, menos privatizadores también, sin poner en riesgo, sin dejar de acompañar a esos seres que crecen a nuestro lado? ¿Podemos hacerlo?
¿Cómo vamos a poder? -me pregunto. ¡Tamaña ingenuidad! Seguimos habitando un mundo (este, el de la Europa tardocapitalista y colonial) que se lo pide todo a las madres sin darles absolutamente nada: ni apoyo, ni recursos, ni redes. Pare, lacta, cría, da cobijo, nutre, limpia, educa, contén -nos dicen-, y, además (nueva exigencia), no seas una “mantenida”, es decir, consigue dinero para pagar alquiler, comida, transporte… Y, ojo, ¡ay de ti si te desbordas, si no llegas, si no lo logras!: la condena será implacable. Hoy, como ayer, la maternidad sigue siendo el “asunto privado” (en tanto que privadamente sostenido) sometido a más control y castigo público.
¿Cómo puede ser que en sociedades absolutamente monetizadas como son las nuestras, no haya dinero para sostener a las madres en esa tarea fundamental y gigantesca que la sociedad les encomienda (o solo lo haya en la medida en que construyan relaciones amorosas con otra persona, o que se lo peleen al padre biológico en los tribunales)? ¿Cómo puede ser que el ideal de emancipación pase por que las madres ganen lo suficiente como para pagar a otra persona, en la mayoría de los casos mujer, para que se encargue ella de la tarea? Y no, tampoco repartir entre padre y madre basta cuando las jornadas laborales exceden las 8 horas y a ellas deben sumarse desplazamientos en ciudades cada vez más grandes.
Entonces, la conclusión es: no podemos. ¿Cómo vamos a poder si en todos los ámbitos, materiales y simbólicos, la maternidad sigue siendo un asunto privado, desarrollado en el hogar, idealizada y menospreciado a partes iguales?
Y a la vez, podemos, de hecho, lo hacemos. Lo hacemos cuando abrimos un espacio liminar en esa (im)posibilidad que es la maternidad: cuando miramos de frente la intemperie en la que nos sitúa la maternidad, cuando gritamos que solas no podemos, que hay un límite a lo que se puede pedir a una madre. Cuando buscamos redes de comadres, cuando tejemos y nutrimos familias extensas, tierras extensas que nos sostienen, cuando prohijamos los hijos de otra y dejamos que otras prohijen los nuestros. Lo hacemos cuando apostamos por espacios comunitarios, de proximidad, donde el cuidado se desfamiliariza un poco, cuando compartimos nuestro mundo con nuestras criaturas en vez de fabricarles un mundo supuestamente ideal e hiperprotegido para ellos, cuando aceptamos la violencia del mundo al que les trajimos y les acompañamos en la difícil travesía en él. Lo hacemos cuando exigimos, absolutamente, permisos intransferibles de crianza (porque padre no es solo un título de propiedad, marcado a fuego con el apellido), pero también permisos de cuidado y no solo de progenie, riquezas porque no podemos dedicar toda nuestra energía a levantar a la prole y luego vernos empobrecidas, dependientes de un señor que quiera compartir su salario con nosotras. Lo hacemos, sobre todo, con cada gesto o práctica donde la crianza y el cuidado en general, no aparecen como dinámica privatizadora y neurótica, sino como función social general: porque criar, cuidar, es incorporar los saberes de cuerpo y vínculo, es hacerse cargo de la finitud y la fragilidad irreductible del ser humano, del vínculo necesario con el otro, el extranjero, pero también con lo otro en nosotras, con las profundidades insondables de nuestro ser corpóreo y frágil…
(Conversación en proceso)