“Nunca obedezcas una norma cuyo sentido y finalidad no esté al servicio del cuidado. O nunca participes de una relación laboral /emocional / política en la que no te cuiden y en la que todas las personas no sean cuidadas. Somos porque nos cuidamos. Existimos porque nos cuidamos” -María Llopis.

Obra cabecera: Históricas (2020) de Grabado Andante la cual fue creada en el contexto del Laboratorio de Artivismo Feminista por Escuela de Arte Feminista (Julio, 2020) al igual que Who clean your shit de Efe Tapia (aquí conversación).

Converso con María Llopis, performer, activista, pensadora y maestra. Autora de La revolución de los cuidados (Txalaparta, 2021), como segunda etapa encuerpada de un proceso que comenzó en Maternidades subversivas (Txalaparta, 2015), y que a su vez ya estaba siendo gestada de manera embrionaria en El postporno era eso (2010). Ahondamos en el territorio que abrimos como parte del primer debate del proyecto ¿Qué sostienen los Cuidados? titulado “Riquezas o potencias psico-estructurales y matérico-corporales”, el pasado 11 de septiembre en Centro Huarte Arte Contemporáneo (Iruña) con la financiación europea de Who Cares?

Indagamos en las diversas riquezas y potencias que son generadas por los cuerpos que asumen los cuidados. ¿Qué es la riqueza pisco-estructural? ¿Es el cuerpo el lugar de potencia logístico-matérica? ¿Dónde se acumulan y quién acumula tales riquezas imprescindibles para la continuidad de la vida? A partir de estas riquezas, ¿qué es lo que se construye? ¿qué sostienen tales prácticas, repeticiones y acciones sostenidas en el tiempo? Los cuerpos que asumen los Cuidados, ¿qué están sosteniendo a su vez al asumir tales prácticas? junto con las compañeras/invitadxs: Irene Sotos (activismo trabajo en el hogar externalizado desde Iruña), Erika Irusta (Yo menstruo. Un manifiesto – despatriarcalización del cuerpo menstruante desde la politización de cuerpo, materialidades, sangres que salen, procesos encuerpados que nos atraviesan) e Irati Mogollón (Gerontología feminista y cuidados comunitarios).

Luisa- María, el pasado 11 septiembre, realizaremos el primer debate de ¿Qué sostienen los cuidados?donde ahondamos en las riquezas o potencias psicoestructurales y matérico-corporales que a su vez sostienen la diversa amalgama de trabajos actividades, repeticiones, acompañamientos que articulan el complejo cajón desastre donde se acumulan todo lo que llamamos «Cuidados» (y como te compartí, creo que se está sobrenarrando el término «cuidados» de tal manera que se diluye, se desactiva su urgencia política, se coloca como ejercicio estético que no entra a resolver el problema principal, ese nudo atávico que sigue reproduciendo cuerpos-exhaustos, cuerpos-negados y el de compañeras de los sures globales como herramientas públicas desde nuevas esclavitudes. Te quería preguntar, ya que desafortunadamente por cuarentena covid no pudiste participar presencial en el debate, aunque sí x zoom: ¿Cuáles serían estas riquezas y potencias que nombramos en el debate desde tu experiencia?

María- Las riquezas y las potencias generadas por los cuidados son LA VIDA. La vida misma. No hay nada más y nada menos. El pensador Marshall Rosenberg escribió: nunca obedezcas una norma cuyo sentido y finalidad no esté al servicio de la vida. Podríamos añadirle -en el marco de las jornadas ¿Qué sostienen los cuidados?- nunca obedezcas una norma cuyo sentido y finalidad no esté al servicio del cuidado. O nunca participes de una relación laboral /emocional / política en la que no te cuiden y en la que todas las personas no sean cuidadas. Somos porque nos cuidamos. Existimos porque nos cuidamos.

La antropóloga Margaret Mead explicó en aquella famosa respuesta que se hizo viral en redes este año de confinamiento que un fémur fracturado y luego sanado fue el primer signo de civilización. Que en el reino animal, si te rompes una pierna, te mueres, ya que no puedes beber ni comer ni huir del peligro, siendo presa fácil de las bestias. Por lo visto ningún animal con una extremidad inferior rota sobrevive el tiempo suficiente para que el hueso se suelde por sí sólo. Un fémur quebrado y que se curó muestra que alguien se quedó con quien se lo rompió y que le vendó e inmovilizó la fractura. Que le dio de comer y que le protegió. Es decir, que lo cuidó.

Aunque soy fan de Mead, hay matices de esta anécdota que me dan que pensar. La primera es que discrepo en que los animales no se cuiden entre ellos. La segunda es la idea misma de civilización, que entiendo como conjunto de costumbres, ideas, creencias, cultura y conocimientos científicos y técnicos que caracterizan a un grupo humano, pero en ningún momento la entiendo como “progreso”. En su acepción colonialista me parece que está ligada a ese falso progreso que se supone que vivimos y a la idea absurda de que existen sociedades civilizadas (colonialistas) y sociedades no civilizadas o salvajes (colonizadas). Se nos venden avances en muchos campos -incluidos el feminismo- que en realidad ya teníamos hace siglos y que se quemaron en la hoguera… Es esa idea tan occidental (tan western culture) de que somos mejores que nuestros ancestros o que los habitantes de otros lugares.

Epílogo/carta de María Llopis en «La Revolución de los cuidados» (2021): A veces pienso que algo muy malo debí de hacer en otra vida, para que el karma me devuelva el castigo de no haber visto morir ni a mi madre ni a mi padre ni a mi abuela. Y no es simplemente no haberles visto morir, es que no los cuidé en su vejez todo lo que me hubiera gustado y no los acompañé en su muerte. Por eso quiero terminar esta reflexión sobre los cuidados con ellos, allá donde estén, y pedirles perdón. Y algún día, perdonarme a mí misma, si es que eso es posible. Mi madre murió de un infarto fulminante a los 47 años. Recuerdo recibir la llamada de mi hermano. Yo estaba en la parte de atrás de mi furgoneta, tirada en la cama entre perros y punkies, camino de una okupa en el sur de Francia. Recuerdo las palabras de mi hermano: “María, ven, no me dejes solo”. Yo pedí que pararan con un grito y salí de la furgoneta por la puerta corredera. Me arrodillé en el suelo en medio de la nada, gritando de dolor. Mis amigos me cubrieron con sus cuerpos en un abrazo colectivo. Era de noche. Se quedaron todos en medio de la carretera haciendo autostop, con sus perros, excepto dos de ellos, que me llevaron con la furgo de vuelta a Barcelona. Hacía dos años que no había visto a mi madre. Mi madre tomaba una medicación para la esquizofrenia paranoide combinada con alcohol. No supo ni pudo cuidarme. Yo me desvinculé emocionalmente de ella siendo solo una niña, cuando me fui a vivir con mi abuela. Mi padre -y cuando hablo de mi padre hablo del padre de mi hermano, no de mi padre biológico-, se casó con mi madre cuando yo tenía 2 años. Lo recuerdo dulce y cariñoso. De cria yo pensaba que era mi padre hasta que, en pleno ataque de ansiedad, mi madre me dijo que mi padre era un cura. En ese momento me cerré a él y también a mi madre, por haberme mentido. Me sentí engañada en lo más profundo de mi infantil ser, y a día de hoy no tolero las mentiras. Mi padre ingresó en una residencia de ancianos poco después de morir mi madre, sin que nuestra relación se hubiera reestablecido. Afortunadamente, en una sesión de terapia conseguí conectar con el amor que todavía sentía por él. Cogí mi bicicleta y pedaleé hasta su residencia para decirle que, si no estaba bien en ese lugar, yo me lo llevaba a casa. Recuerdo cómo me acarició la cara, en el único contacto físico que habíamos tenido en años, y me dijo: “Estoy bien aquí María”. A partir de ese momento fui a verle casi cada domingo. Le llevaba a merendar horchata y fartons o a comer paella. Pero llegó un momento en el que empecé una relación sentimental y, como suelo hacer, me perdí en el otro. Yo quería ser madre, de hecho, tuve dos abortos espontáneos en aquella época, y estaba triste y desorientada. Mi pareja se fue a trabajar al extranjero, y yo me fui también, dejando solo a mi padre. Sin visitas ni vínculos afectivos, mi padre se negó a seguir con la diálisis que le mantenía con vida. Volé para estar con él cuando me llamaron del hospital. La primera noche dormí en la cama del hospital sujetando el catéter en su cuello que le mantenía con vida para que no se lo arrancase. Enfermó nuevamente un mes después. No llegué a tiempo para despedirme de él, pero afortunadamente estaba con mi hermano, su hijo biológico y mi cuñada. Jamás le escuché decir que yo no fuera su hija. En el hospital le decía a los enfermeros y enfermeras: “Esta es mi hija María y este es mi hijo Ismael”. Recuerdo llegar a la estación del Norte de Valencia desde el aeropuerto y mirar el techo-cielo de la estación y sentir que moría en ese momento. Recuerdo coger el cercanías a Castellón y recibir el mensaje de mi hermano diciéndome que así era. Recuerdo llegar al hospital y verle en una cama en el pasillo. Mi hermano había pedido que no se llevaran el cuerpo hasta que yo no llegara. Gracias, Ismael. Me eché a llorar desesperada en el suelo, a los pies de la camilla. Pero sentí que mi padre se levantaba y me cogía, amoroso, diciéndome que no pasaba nada, que me calmara, que todo estaba bien. Me sequé las lágrimas y me despedí de él nuevamente de una forma más tranquila. Mi abuela estaba en una residencia de ancianos que ella misma había elegido. Pagarla cada mes me costaba muchísimo, e ir a verla no era tan divertido como ir a ver a mi padre. Siempre salía llorando de rabia e impotencia, porque mi abuela tenía la infinita capacidad de herirme y de hacerme daño. Tenía Alzheimer y muchas veces no me reconocía, ni a mí ni a mi hijo. De nuevo decidí irme de Benicàssim por cuestiones ajenas. A solo dos semanas de la fecha del vuelo a otro continente, mi abuela enfermó. Yo sabía que iba a morir y lo dejé todo arreglado. Pedí que no la llevaran al hospital cuando sucediera, para que no muriera sola allí. Mis últimos recuerdos junto a ella son escuchando a Conchita Piquer en mi teléfono y cantando juntas. Había leído que los enfermos de Alzheimer sí recuerdan la música y que es posible conectar con ellos a través de ella. Mi abuela murió sola en una residencia de ancianos. Espero que alguien le cogiera la mano y la acompañara en su partida. De hecho, una vez me paró por la calle una mujer que había trabajado allí y me habló de ella con lágrimas en los ojos. Supongo que fue ella. En terapia entendí que yo le di a ella lo mismo que ella me había dado a mí: seguridad económica y cubrir mis necesidades materiales. Pero no acompañamiento emocional. Mi abuela no pudo ver nunca quién era yo. Sobreviví siendo una buena niña. Sacaba las mejores notas y hacía siempre lo que me decían que tenía que hacer. Era tan madura y tan responsable, decían. En realidad era una niña incapaz de conectar con sus propias necesidades e incapaz de defenderse. A los 15 años empecé una relación de abuso con un hombre mayor que me tuvo sometida hasta los 20 años bajo el beneplácito de mi abuela. Conseguí dejarle, pero no he conseguido conquistar mi autonomía plenamente. Me pierdo en el otro. Mi abuela me crio para obedecer, y así lo he seguido haciendo con cada persona con la que establezco un vínculo emocional. Os cuento una anécdota banal para que lo entendáis: el año pasado se inauguró una exposición con mi obra en un prestigioso centro de arte y yo no fui porque a mi pareja no le apeteció ir. Ese el alcance de mi locura. Por eso llevo a mi hijo a una escuela donde le enseñan cada día a poner en valor sus necesidades, donde se respeta su proceso vital único y donde no se puede mentir a las criaturas. Porque yo no tuve eso en mi infancia y dudo de que pueda enseñárselo. A través de él aprendo cada día a ser mejor persona. Gracias, Delfina, por crear ese espacio de respeto y por buscar el porqué de las cosas que nos pasan, a los adultos y a los niños y a las niñas. Cuando te hablé de mi dolor por no haber acompañado la muerte de mi madre mi padre y mi abuela, tú me hiciste la única pregunta posible: ¿por qué? Esta es mi respuesta. A veces pienso que hubiera podido cuidar mejor de ellos ahora, porque llevo siete años de crianza de mi hijo y he aprendido mucho. O tal vez no. Pero desde luego es difícil cuidar si no hemos sido cuidados. Requiere un esfuerzo extraordinario. Y en esta sociedad veo una espiral de malos cuidados infinitos. Un pez que se muerde la cola. Pero no nos queda otra más que cambiar el rumbo y, con todo el esfuerzo que sea necesario, cuidarnos. Cuidar del otro y cuidar de uno mismo. No hay nada más. Cambiar el mundo a través del amor y el cuidado. Lo siento mamá. Lo siento papá. Lo siento llalli. Espero encontrarme con vosotros en algún lugar en el que podamos perdonarnos. Y espero hacerlo mejor con mi hijo.

Luisa- ¿Es el cuerpo un lugar de potencia que exige nuevas narrativas, tal y como expones en tu libro «La revolución de los Cuidados» (2021) cuando planteas a partir de las conversaciones con otras compañeras, que hay que comenzar a vivir dentro de los feminismos fuera de narraciones condescendientes o de victimización para articular nuestro cuerpo como un territorio de poder?

María- Este es el tema principal del libro de La revolución de los cuidados. La no victimización. Para mí ha sido todo un proceso personal el salir de ahí. Desde un feminismo tóxico me quedaba atrapada en el papel de víctima haciendo de él una bandera. Poniéndome una y otra vez en el mismo lugar, un lugar en el que no me hacía cargo de mí misma, no ponía límites, no era capaz de coger la puerta que tenía delante mío, abrirla y salir. Así que sí, nuestro cuerpo es un territorio de poder y donde lo ponemos y en qué utilizamos nuestra energía vital es clave. No me interesa un feminismo que me ponga en un lugar de víctima y me deje ahí. La víctima no es un lugar para quedarse, como dice la médica chica Rut Muñoz en la última entrevista de La revolución de los cuidados. El lugar de víctima se transita, todes hemos sido víctimas en algún momento. Pero yo quiero poner mi energía en salir de ese lugar. Yo no me quedo ahí. El libro es el resultado de ese esfuerzo. “Tú te apuntas, ¡pues vamos juntas!” (Así acaba la entrevista de Muñoz y el libro)

Luisa- Cuando desde los aparatos de enunciación políticos se habla de poner en el centro los cuidados -que ya no sé muy bien que significa, que se ha dislocada en verdadera alcance en cuanto a la profundidad del problema que acarrea enfermedad y pobreza y devaluación sobre millones de cuerpos-mujeres, entiendo que sería deseable que este sistema se re-plantease a partir de lo reproductivo y desde ahí pensar las ciudades, los curros, las estructuras públicas que posibilitan los cuidados, las estructuras del bienestar. Igual pensar desde lo reproductivo nos ayuda a desmontar los roles de género, las asignaciones de negación/pérdida/sangrado-continúo, las neoesclavitudes y también ha implicar en los cuidados a todos los cuerpos que forman parte del cuerpo social (con la pregunta soterrada, si ¿podemos no cuidar o cuidar va implícito en la continuidad de las fuerzas vivas?). María: ¿El hecho de cuidar debería ser de paso obligado para todes al re-pensar todo el sistema desde lo reproductivo? ¿Te podrías librar de no cuidar de nadie ni de nada, como pasa ahora desde la lógicas neoliberales, durante tu paso por este planeta Tierra?

María- Yo creo que si tú no cuidas, le estás pasando tu carga de cuidados a otro, ¡que posiblemente este exhausto! Para mí se trata de honrar la energía de cuidado y vuelvo a citar a Marshall Rosenberg: él cuenta que algo que le marcó su vida fue ver como mientras en las calles de su ciudad se mataban a tiros, su tío iba cada noche a casa de Marshall, al salir del trabajo, a cuidar de la abuela. Pero lo que le impactó y marcó el rumbo de su vida fue que su tío hacía esto con una sonrisa en la boca, con alegría, con honor. Su tío honraba la energía del cuidado. Fue el deseo de conocer más sobre el contraste entre la energía agresiva de las calles de su infancia y la energía amorosa del cuidado lo que le hizo estudiar psicología y crear el método de la Comunicación No Violenta.

Por otro lado me planteas el pensar las ciudades, los trabajos y las estructuras sociales desde lo reproductivo. Yo tampoco veo otra manera de hacerlo más que esa. En el libro de La revolución de los cuidados Silvia Agüero habla de gitanizar el mundo. Se ríe de esa máxima de que hace falta una tribu para criar. Pues claro, nos dice, los gitanos y las gitanas sabemos mucho de tribu, no hace falta irse a otras épocas ni a lejanos continentes, aquí mismo está la alternativa. Nos pone en la cara lo racista de hablar de crianza en tribu como algo tan lejano al nosotros. Lo tenemos justo enfrente de nuestras narices.


«La revolución de los cuidados» es la segunda parte de «Maternidades subversivas». «Maternidades subversivas» lo publiqué en el 2015, cuando mi hijo tenía dos años. Mi hijo tiene ya siete años y estos son los temas que me interesan ahora o más bien que me han interesado a lo largo de estos años de crianza tan intensos. Siete años en los que he puesto mi energía al cuidado de otro ser, siete años en los que he tenido que aprender a marchas forzadas que: o me cuido yo, o aquí no puede cuidar nadie. Mi hijo ha sido mi gran maestro, frase típica donde las haya, pero es que es verdad: sin él yo no hubiera aprendido a cuidar de mí misma de verdad. Y lo que me queda. Porque el autocuidado es mi gran asignatura pendiente. Responsabilizarme de mi lugar como adulta y hacerme cargo de mí misma de una vez por todas. Tomemos las riendas, hagamos la revolución de los cuidados.

Luisa: Gracias, María, hermosa. Seguimos, de la mano, cuidándonos las unas a otras otras. Ayudándonos a pensar fuera de tantos mandatos morales feministas (que se colocan como blanco-autoritarismo feminista) para seguir vertebrando -desde nuestra profundidades- nuestras emancipaciones. ¡Muchas gracias, otra vez!